sábado, 20 de diciembre de 2014

Sigue del post anterior.

Quiero dar un ejemplo de porque me parece bastante ridículo que el hombre pretenda negar la eternidad.
Es tan ridículo como si un delfín o una hormiga pudiesen negar que están constituidas y organizadas gracias a un código genético que hace a la especie. Esta negación se representaría como una especie de suicidio voluntario, negación de su ser, sin fin alguno para la especie ni para sus genes. Tanto un delfín como una hormiga actúan según el patrón genético al reaccionar constantemente ante estímulos grupales, alimenticios, sexuales, “ambientales” digamos. Si por algún defecto genético un miembro de la especie no identifica bien estos estímulos ambientales – es decir: si tiene una genética defectuosa-, desaparece. El delfín o la hormiga defectuosa, no pueden negar su genética individual, no son libres, y simplemente desaparecen. En el hombre esto es exactamente al revés porque no puede desaparecer, ya que alguna vez por lo menos intuimos que podemos ser libres, y eso hace que el hombre defectuoso ayude a ser solidaria a la comunidad, a entender que somos parte de un mismo cuerpo para siempre, generación tras generación, hasta el final de los tiempos, por la eternidad.
El hombre se independizo lo suficiente de las determinaciones ambientales, estímulos, hormonas etc., digo que se independizo lo suficiente para, si el hombre de verdad lo quiere, pueda ser libre. Y esta libertad no es una mera ficción, no depende de nuestro juicio. Esta libertad es la que genera que seamos eternos. La combinación de relaciones de cada hombre con el mundo y sus cosas y los demás hombres y seres es infinita, y se vuelve más infinita si pensamos las consecuencias incontrolables -para la genética y la mente del hombre- que generan las combinaciones de esas infinitas relaciones en el transcurso del tiempo. Cada lenguaje, cada relación del hombre con el cosmos es infinita, el lenguaje de cada hombre individual supera a la misma consciencia individual, no hay límites para el lenguaje en el que podemos participar si queremos ser libres. No existe una separación cualitativa, no hay separación ni límite alguno que vaya más allá de la materia entre nuestras personas y conciencias y el centro del universo, estamos indefectiblemente conectados. Por esta conciencia de infinitud, de conocimiento infinito es que somos libres, si lo queremos.

Sin embargo el hombre para construir su “realidad” y creer controlar su pequeño mundo, niega esta conexión estableciendo límites y definiciones, vende su libertad para generar ficciones de control. Pero en este limitar y negar otras realidades que no sean la suya el hombre está diciendo: “si muere mi realidad y mi mundo también muero yo, por lo tanto todo debe perecer” (esto que acabo de decir lo dice Nietzsche poéticamente en una parte de su discurso “del país de la cultura”, en el zarathustra). Pero lamentablemente para estas personas el hombre, la consciencia del hombre no puede perecer. Porque ahora bien, el hombre que tiene todavía consciencia de esa libertad pero no quiere ser libre porque prefiere justificar su conducta adhiriéndose a un relato justificatorio, o  a una teoría, o ideología o adicción moral, -o peor, creen que son más libres adhiriéndose a estas cosas-, a estas personas esclavizadas  les produce generalmente envidia, odio, ver la gente que sí es libre. Es la segunda historia más vieja del mundo occidental: Caín, agricultor, fijado a la tierra, cuando niega la realidad de su hermano Abel un pastor trashumante, nómada, y lo mata. Hoy ni siquiera se atreven a matarlo abiertamente, le dificultan la vida, lo difaman, le es indiferente, genera rechazo, incomprensión etc. También Platón ejemplifico esto en la caverna.
El odio y la envidia en la consciencia es para la eternidad lo que el profeta nombró “donde el gusano no muere y el humo no se apaga” (Isaías 66, 24 y Marcos 9, 48) haciendo una analogía con la gehena, el basurero de Jerusalém.  Es el dolor constante de no habernos servido la vida, de poder haber luchado por ser libres y serlo, pero ya no serlo jamás.

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