lunes, 24 de abril de 2023

Sobre el problema de las investiduras actuales.

“Un unicornio, un unicornio, mi reino por un unicornio!” 


Ricardo III, Billy the kid.




Hay un problema de raíz con las investiduras humanas, pues es un problema de legitimidad. Con el transcurrir del tiempo, los hombres fueron creando distintos sistemas de poder y su creciente diferenciación en ese transcurrir del tiempo se explica en que se ha intentado que estos sistemas se muestren lo más justos posibles, es decir, legítimos ante las conciencias de los gobernados. 


La cuestión entonces es: ¿cuáles elementos legitimarían estas investiduras?

 

Max Weber idealizó tres tipos de dominación legítima según el estado “evolutivo” de cada pueblo: la dominación carismática (caudillos o seres con cualidades excepcionales), la tradicional (reyes, emperadores, dictadores basados en un corpus tradicional) y la conocida dominación racional-burocrática (sistemas democráticos). Tengo una hipótesis que sirve para explicar mejor este tinte evolutivo que Weber le da, y es que Weber probablemente tomó estos tipos ideales de la historia del pueblo judío: primero los caudillos y jueces, después los reyes basados en dinastías y finalmente la dominación “racional-burocrática” tras los seleucidas de origen heleno y la racionalización y aplicación de la Ley luego de su redescubrimiento por Esdras y Nehemías, formando un “estado teocrático” con un rey títere bajo el dominio romano. Pero, ¿en dónde residen las investiduras en estos tipos de dominación legítima? Ocurre una especie de mediatización o separación del poder de las investiduras, un gradual traspaso de un personalismo basado en el don como investidura en la dominación carismática (donde los humanos y sus dones serían los que ejercen el poder) pasando por la dominación tradicional, que ya no consistiría en el don sino en la tradición y herencia (a través de dinastías, castas guerreras u oficios artesanos, comerciantes, etcétera) para terminar en el tipo de dominación racional-burocrático. Esta última es la mediación total de la investidura, donde se supone que dicha investidura puede ser enseñada a cambio de votos de confianza (o de castidad, pobreza y obediencia para los religiosos-y de obediencia en el mando para los políticos). Las investiduras también pueden ser compradas a cambio de dinero (en el caso de los comerciantes y los artesanos), o, a la vez, compradas y/o enseñadas hoy en los ámbitos universitarios.

 

Si observamos de cerca este movimiento, veremos que las investiduras de poder pasan gradualmente de depositarse en el carisma del humano mismo para finalmente ser mediatizadas en el lenguaje, la razón o el cálculo. Y acá nos damos cuenta de algo: los tipos de dominación legítima nunca son del todo “evolutivos”. En realidad, son modelos “ideales”, como Weber explica, y hasta hace dos o tres siglos siempre se vieron entremezclados y retroalimentados. 


Ahora bien, ¿cuál es el factor común que une a un tipo de dominación legítima carismática, tradicional o racional? 


Son dos los factores comunes y fundamentales, pues en su poder los humanos tienen necesidad de agruparse. Esta necesidad trasciende al humano particular, y hasta pareciera que trasciende al don particular. Estos dos factores comunes y fundamentales son el tiempo y el lenguaje. El tiempo y el lenguaje nos tienen en su poder, pues en el tiempo envejecemos, enfermamos y morimos, mientras que en el lenguaje nos podemos agrupar y comunicarnos para sobrellevar mejor las contingencias de estas determinaciones vitales.

 

El lenguaje y el tiempo son elementos que nos ponen en relación con la contemporaneidad y nos permiten no sólo comunicarnos, sino resolver cómo, cuándo y dónde hacerlo. En verdad, estos dos factores parecieran trascender los tipos de dominación humana o carismática porque superarían el quehacer del humano. El humano parece estar encorsetado por esta inercia que lo tiende homogeneizar en una supuesta igualdad para que se pueda comunicar y entender. Pero este investir con fuerzas humanas al tiempo y al lenguaje tiene un gran riesgo y problema: el sistema. 


 ¿por qué el sistema racional-burocrático genera un gran problema? 


Los sistemas de creencias, los sistemas políticos o los sistemas económicos regidos por el tiempo y el lenguaje originan convenciones para mantener unido y ordenado al grupo. Esto es bueno. Los grupos humanos tienden a crecer, ergo estos sistemas también, y este crecimiento del sistema tiende a reducir la importancia del humano particular frente a él y esto produce una lenta anonimización, homogeneización de lo humano particular y su don y hasta se llega a pensar al humano (y este es el principal problema) como parte de un sistema y nada más que eso. En consecuencia, el humano es sólo una función con las características con que se interrelaciona con este sistema y empieza a ocurrir algo distinto: el cálculo económico-sistemático-racional hace y desarrolla las características del humano que a ese sistema le conviene.

 

Esto provoca un gran error, pues parafraseando a la Biblia, “el sistema fue hecho para el hombre y no el hombre para el sistema” (Marcos 2, 27-28). El juicio realizado desde el sistema lleva a una multiplicidad de puntos de vista ideológicos pero sin autorreflexión, con pura desinformación o información que tiende sólo a legitimar ese sistema, donde el humano ya no importa, pues el sistema coerciona, aplasta y homogeneiza todo desde el, ya que este juicio es realizado desde las apariencias sistemáticas, enseñadas, votadas o compradas desde el mismo. Esto forma una burbuja de desinformación, profecías autocumplidas, una per-versión, donde toda posibilidad creativa del hombre queda paralizada por los mecanismos psicológicos de negación y proyección, donde lo que se dice rumor, o murmuración tienden a homogeneizar todos los discursos personales para no desentonar, para no ser “tildado de” y los grandes o pequeños grupos, supuestamente “racionales”, se autorregulan por este funcionamiento basados en el qué dirán. Esta perversión y desinformación sucede cuando las investiduras en lugar de seguir su desarrollo histórico a partir del carisma humano, se empiezan a aparentar espuriamente por esta desesperación especulativa despersonalizada del lenguaje racional. Esta desesperación aumenta la alienación en el humano y produce una desincronización con lo trascendente, una ruptura total con la investidura carismática, carisma a la que el sistema, para funcionar o para representarse a sí mismo como “racional” nunca acepta ni puede reconocer. Por eso no le queda otra que aumentar la perversión y la desinformación, pues aumentan la negación y la proyección: se niega que el sistema está mal, llegando hasta negar a lo trascendente, a Dios y se proyecta el “mal” sobre aquellos que cuestionan ese sistema, y esto se da en un bucle constante que ciega a los humanos desesperados con su mente sumergida en estas ideologías, apariencias intelectuales y distintas narrativas.

 

En resumen: al aumentar el conjunto de humanos, aumenta la mediatización. Y esta mediatización tiende a quitarnos el don, a alienarnos, a quitarle el carisma; en fin, a falsear las investiduras. Pero busquemos una solución. Con el lenguaje, en primera instancia, podemos hacer muy poco. Pero a la variable tiempo, aunque no controlarla, el humano sí puede frenarla, frenar su inercia, suspender el tiempo, por ejemplo, mediante el pensar: “¿Para qué todo este sistema?” Para pensar se necesita el coraje de aceptar que hay algo trascendente, y estar dispuesto a aceptar que eso trascendente nos define de una manera. Lo trascendente y la cuestión del tiempo y el lenguaje dimensional del alma o consciencia, cómo y hasta donde le debemos lo que somos a nuestros antepasados y a nuestra patria o a Dios en último término, y este reconocimiento de dónde venimos es la primera forma de ver que el lenguaje y el tiempo nos determinan pero, al reconocerlo, también es una primera forma de superar estas determinaciones ideológicas. Si no reconocemos esta trascendencia, de la que estamos constituidos, caemos fácilmente en la inmanencia. Y esta inmanencia sólo depende absolutamente de la noción de consenso, de ser comprendido y aceptado por el hoy (o por un futuro con el que sólo especulamos). Por eso esta inmanencia está sujeta absolutamente a la absurda necesidad de agradar, agradar para generar consenso, y está desesperada necesidad agradar no tiene nada que ver con la amabilidad, y no nace de un reconocimiento verdadero de lo que somos y, por lo tanto, de lo que los otros son o pueden llegar a ser. No. Esta necesidad de agradar surge eminentemente como una forma del lenguaje, como un yugo del lenguaje al que estamos obligados para ser aceptados a cualquier costo y esto engendra la idiotización ideológica, o mejor, está homogeneización de los puntos de vista mediada por la razón, lenguaje, cálculo y técnica genera una gradual pérdida del don particular y de la capacidad creativa en el interés de ser aceptado, “comprado”, por esta inmanencia, o por el miedo a caer en el lugar común del “bicho raro”, o ser señalado “de”.

En pocas palabras, se trata de la imposibilidad de pensar la trascendencia más allá de los grupos ideológicos y “buenistas” a los que se pertenece. Esta manera inmanente de usar el lenguaje disfraza, confunde y sumerge todo en la inercia (en este caso espacial) por las anteojeras ideológicas, condenando todo a una repetición perpetua del pasado, no permitiendo parar y pensar, si no hacemos un verdadero acto de fe sobre lo trascendente.

 

La aceptación de ese trascendente -al que algunos llamarán Dios y otros llamarán Logos- también nos hace sentir con el derecho a parar la moto y pensar. Si no aceptamos lo trascendente es inevitable que el lenguaje y el tiempo nos confundan -según la investidura espuria de turno- y así todo se paralice en pura ideología irreflexiva. Incapaces de ver el tiempo, juzgando toda la historia desde el presente y sin entender cómo estamos determinados por el lenguaje, sucede algo como el fenómeno Woke. 


Pasando en limpio: ¿por qué digo que las investiduras son espurias y no legítimas? 


Como deja entrever lo que escribí hasta acá, la investidura se falsea cuando la desesperación por el poder no nos permite frenar el tiempo, pues no podemos pensar. ¿Y cómo funciona esta desesperación? Aclarando un poco mejor: al sabernos totalmente encorsetados por el lenguaje, el hombre teme “perder la corriente” en el total anonimato y sólo busca imponer a través de la violencia discursiva un punto de vista, el suyo, y también una imagen aceptable, una apariencia que no desentone. Hecho desesperadamente, sin frenar el tiempo y ponerse a pensar de verdad, todo esta pantomima que representa con su propia vida para poder ser investido y pertenecer a esa supuesta legitimidad, todo este circo de cosas, llevadas de manera irreflexiva, lo único que produce es hacernos perder el tiempo, alejándonos constantemente del trascendente capaz de otorgarnos sentido. Al hombre, por lo tanto, no le queda más que acumular poder para sostener o aumentar su relato e investidura discursiva mediante ciegas y desconectadas narrativas de profecías autocumplidas que tienden a la homogeneización, a quitarnos el don, a quitarnos el mundo interior humano, que es donde comienzan y se retroalimentan todos los tipos de dominaciones legítimos.

 

Vamos a hilar un poco más fino. 


(Y una aclaración más nomás. No quiero que se entienda tipo una crítica total a los otros tipos de legitimidad sino que sólo remarque que la verdadera legitimidad nace del carisma o don, del humano, y no del sistema racional. Lo que trato de decir es que si nos basamos del todo en el tipo de investidura por legitimidad burocrática-racional hace que pierda autoridad la investidura, que pierda todo poder enunciativo como dice de Jesús en el evangelio: “hablaba con autoridad, no como los fariseos”. Y es que Jesús es el que le vuelve a dar la autoridad que el carisma había ido perdiendo.)


Ahora sí. Como decíamos arriba, estas narrativas de profecías autocumplidas que paralizan el carisma humano y su espíritu, se basan en el poder enunciativo, lenguaje, de la investidura que representan. Estos van desde investiduras de poder religioso, político, económico, social etc. pero en lo que basan su poder enunciativo es en el prestigio que les dan esas investiduras espurias pero ya consagradas y aceptadas por el sistema. Por eso ese poder enunciativo en verdad es relativo, pues no puede decir nada nuevo y sólo se limita a enunciar y repetir artificiosamente el lenguaje, a generar profecías autocumplidas para consolidar su poder ya establecido. Lo que contrasta con este prestigio espurio de las falsas investiduras y lo que da el verdadero poder enunciativo es el poder moral, pues este poder moral, al basarse en la creencia en un trascendente inmutable (Dios) que respeta la humanidad de cada uno, en el don de cada uno, y no tener que seguirle la corriente a este baile sistemático de investiduras espurias y apariencias externas y basarse en el carisma, no sigue la corriente del sistema. El poder moral concede a cada carisma individual el poder dar su propio punto de vista, puede decir algo nuevo, puede ofrecer su don, así es como surgen santos o genios en la historia, aunque muchos, quizás la mayoría, seguramente han permanecido escondidos para el mundo. Y es que este poder moral, este conservar las cosas en el interior de nuestro corazón más allá de lo que el sistema señale que hay que hacer, es lo que nos da la autoridad, nos da la fuerza para frenar esa inercia sistemática, ese poder que tienen el lenguaje y el tiempo, pues sólo podemos pensar, sólo podemos cotejar lo que vemos en el mundo, si dentro nuestro guardamos algo digno que lo pueda hacer. Este cotejar es una especie de radar moral, radar que nos hace entre-leer lo que el sistema o la creación nos ofrece. O sea, hace que podamos tomar algo verdaderamente de ellos y darles una devolución nueva, y no sólo repetir lo social en una homogeneización perpetua. Nietzsche dice en el Zarathustra la frase “de tal modo dispuesto a dar, que al dar tome”, refiriéndose a esto del “radar moral” que estoy tratando de describir.

 

Para terminar, una aclaración que tiene que ver con un acto de fe. Nosotros sí podemos también frenar un poco el lenguaje y que él, en vez de encorsetarnos, pueda habitar en nosotros. Estas son palabras de Jesús, el Logos, el lenguaje, a la iglesia de Loadicea: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Apocalipsis 4, 20).

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